El legado pedagógico de Abraham Heschel

The pedagogical legacy of Abraham Heschel

Héctor Sevilla-Godínez

hector.sevilla@academicos.udg.mx

https://orcid.org/0000-0002-1055-6059

Universidad de Guadalajara, México.

Artículo de investigación.

Recibido: 6 de marzo de 2021            Aprobado: 10 de mayo de 2021             Publicado: 25 de septiembre  de 2021

 

Sevilla-Godínez, H. (2021). El legado pedagógico de Abraham Heschel Educación y Sociedad, 19(3), 95-108.

Resumen

El presente artículo muestra algunos de los aspectos que Abraham Heschel consideró elementales para favorecer la educación, tanto en casa como en las aulas. El filósofo y rabino judío establece la importancia del testimonio, considerándolo el sustento de la enseñanza. Se esboza el legado judío en la educación, a pesar de que ello no sea del todo reconocido. La idea de la educación en Heschel consiste en una interacción que se sustenta en el interés del educador y en su propia indagación hacia la realidad que lo rodea y de la que forma parte. A su vez, se examinan las exhortaciones de Heschel a la juventud, sobre todo en la línea del respeto. En ese sentido, se exponen algunos lineamientos de la filosofía de la educación judía y se exhibe el valor, sentido e influencia que tienen las palabras del educador, así como su resonancia en aquellos a quienes educa.

Palabras clave: educación, judaísmo, padres, palabra, saber

Abstract

This article shows some of the aspects that Abraham Heschel considered essential to promote education, both at home and in the classroom. The Jewish philosopher and rabbi establishes the importance of the testimony, considering it the sustenance of teaching. The paper outlines the Jewish legacy in education, even though it is not fully recognized. The idea of ​​education in Heschel consists in an interaction that is based on the interest of the educator and on his own inquiry into the reality that surrounds him and of which he is a part of. As well, Heschel´s advice to youth in regards to respect is examined. In this sense, some guidelines of the philosophy of Jewish education are exposed and the value and influence of the educator's word and its resonance in young people are presented.

Keywords: education, Judaism, knowledge, parents, word


Introducción

No obstante a que existen “3000 años de historia judía” (Heschel, 1987, p. 202), puede decirse que “el judaísmo es hoy la religión menos conocida” (Heschel, 1952, p. 116). Si bien la problematización de la educación desde este ámbito temático involucra una cultura de arraigado andamiaje religioso, de ninguna manera se intenta sugerir alguna creencia religiosa. Se trata de profundizar en los matices más elementales de uno de los principales místicos del siglo XX, con la intención de mostrar el vínculo entre la espiritualidad y la ciencia, la fe y la razón, la devoción y la reflexión en un panorama de integración y de interdisciplinariedad.

En la perspectiva de Heschel (1984, p. 541), “ser judío es estar comprometido con la experiencia de grandes ideas. La tarea de la filosofía judía es formular no sólo estas ideas sino también (…) un pensamiento vívido y coherente”. Es intención de este artículo establecer algunos lazos entre el pensamiento judío y el panorama educativo contemporáneo. Para quienes no sean judíos, e incluso para aquellos que no simpatizan con los mismos, el texto aportará una visión sensible del trabajo filosófico de unos de sus principales portavoces y coadyuvará a la pertinente consideración de las virtudes que el judaísmo propone y de las que se pueden nutrir los saberes docentes y las prácticas pedagógicas.

Es probable que a algunos les detenga la idea de que creer en Dios resta credibilidad, pero tal conclusión no es sostenible porque la premisa implícita supone la contraparte de que “no creer en Dios suma credibilidad”, la cual no resulta del todo correcta porque hay muchos no creyentes que, de cualquier manera, no son capaces de mostrar brillantez; ergo: si es falsa la consecuencia derivada de un enunciado antecedente, éste también lo será. La congruencia y rigurosidad es lo que otorga credibilidad a un pensamiento filosófico, no el hecho de que quien lo enuncia sea un hombre que deposita su fe en una instancia no humana.

Ya no resulta inteligente separar a las personas en bandos, es oportuno aliviarnos del solipsismo y enfrentar tales sesgos (que suelen reaparecer). En el caso de Heschel existen argumentos sólidos y otros de menor peso, como en toda construcción filosófica. En ese sentido, lo que importa son las ideas y los argumentos, no las creencias. Creer en Dios condiciona la vida, pero aun una vida sin Dios está condicionada. Por lo tanto, la misión del filósofo es desentrañar la propuesta implícita en un pensamiento, sin importar si éste se comparte. Si nos acostumbramos a juzgar en función de la similitud del pensamiento ajeno con el nuestro, entonces no tendremos mucha innovación que aportar y eso terminará por restarnos alternativas y oportunidades de reflexión.

Una de las misiones de la filosofía consiste en promover el conocimiento de las tradiciones y los pensamientos que no han sido favorecidos por la moda o la publicidad. Según lo constata Heschel (1984, p. 532), “el judaísmo es a menudo una voz solitaria y desapercibida que se alza contra la tendencia del hombre a convertir lo instrumental en final”. Es comprobable que la referencia a los judíos se palpa en varios ámbitos y textos, usualmente en función de estereotipos, imposiciones o animadversión; la mención a los judíos no siempre está acompañada de conocimiento sobre sus intereses y convicciones, sobre los aportes de sus tradiciones o la filosofía implícita en sus referencias. En contraparte a su importancia e influencia en ciertos ámbitos particulares, el pensamiento de Heschel es poco conocido en el mundo académico de Iberoamérica.

La idea de la educación en Abraham Heschel

La idea de la educación en Heschel no estaba restringida a lo que se hace en las instituciones académicas, sino que involucraba lo que los padres y las madres hacían en sus casas (o fuera de ellas) con sus hijos. El místico comprendió que de poco sirve forzar a los infantes, adolescentes o jóvenes a que estudien o tengan un modo de pensar específico, al contrario: son ellos los que forjan su propio pensamiento, en la medida en que se les orille a ello. Heschel confiaba en la disciplina y en la constancia, consideró que la educación, tal como la religión, debe ser seguida con una observancia rigurosa para rendir resultados. En lo que corresponde a la responsabilidad, Heschel (1973a, p. 246) aseguró que “la situación de los padres en relación con sus hijos se puede describir como de dependencia espiritual; los padres se sienten infelices cuando son incapaces de amar”. En ese sentido, cuando la paternidad o la maternidad es vivida sin un vínculo amoroso auténtico arrojará molestias y sinsabores, tanto a unos como a otros.

En consonancia con “el mandamiento bíblico [que] dice que el padre debe ser el maestro” (Heschel, 1987, p. 156), el rabino polaco mantenía que cuando existen problemas de conducta o altercados desagradables, así como problemas motivacionales en los hijos, “el problema básico son los padres, no los hijos” (1987, p. 146). Con esto no se trata de considerar a los hijos como seres indefensos e inocentes, pero sí de hacer tangible que cuando ellos se muestran agresivos, perezosos o inseguros de sí mismos existe una relación proporcional entre su conducta y la manera en que han sido educados en casa, la forma en que tienen claros los límites y el valor de las reglas, el tipo de exigencia disciplinaria o las muestras de aprecio que reciben por sus pequeños o grandes logros. Hoy, más que en la época de Heschel, es notable la distracción que la alienación laboral y las relaciones sociales generan en los padres y madres, de modo que sus hijos terminan siendo desatendidos.

A diferencia de otros religiosos que sugieren métodos educativos y proponen maneras de relacionarse con los hijos sin tener la experiencia de los propios, Heschel contaba con el recurso de su paternidad. Sobre su vivencia relató: “Para mi hija yo soy la encarnación del espíritu o bien su caricatura. Ningún libro, ninguna imagen, ningún símbolo pueden reemplazar mi rol en la imaginación y en los recovecos del alma de mi hija” (1987, p. 222). Consciente de su responsabilidad, Heschel manifestaba constantemente la que corresponde a todos los padres y madres. El “religioso educador”, como llamó McBride (1973) al teólogo judío, mencionó lo siguiente sobre el respeto y su ejercicio paterno: “A no ser que mi hija descubra en mi existencia personal actos y actitudes que inspiren respeto, la capacidad para postergar satisfacciones, para vencer prejuicios, para captar lo sagrado, para luchar por lo noble, ¿por qué habrá de respetarme?” (Heschel, 1987, p. 146). De esto se desprende que el respeto no se infunde con una serie de cátedras rigurosamente elaboradas; a los hijos se les muestra el camino recorriendo el propio, aprenden con el ejemplo, al menos en lo que toca a la modelación de virtudes.

Cuando un individuo ha comprendido el valor del respeto sabrá relacionarse de manera elocuente con sus semejantes, descubriendo el modo en que corresponde hablarles, así como manifestar prudencia en los momentos en los que corresponde; el respeto favorece, de igual manera, la disposición a lo sagrado, el descubrimiento de la esencia del arte, la quietud requerida para descubrir el valor de las palabras y la concentración indispensable para el aprendizaje. En todos los casos el respeto se hace presente, enfocado hacia la empatía con el otro, la sensibilidad hacia la expresión artística, el asombro ante lo transpersonal, el interés por las letras o el aprecio por el conocimiento.

La importancia de esta virtud no termina ahí, Heschel (1987, p. 145) considera que “la fuente principal de ternura y de compasión reside en el respeto. Es nuestro supremo deber educativo capacitar a los niños para el respeto”. Visto así, la insensibilidad hacia las situaciones dolorosas, la indiferencia ante la violación de los derechos de los demás, la falta de percepción de los valores estéticos de una obra, la frialdad ante el mensaje oculto en un poema, el desconocimiento de la importancia de la ciencia o la impasibilidad ante la presencia de lo divino en ella, son evidencias de incapacidad para respetar. Asimismo, el racismo, la injusticia y la violencia surgen de la ausencia de respeto hacia las elecciones e identidad del otro, hacia sus derechos o hacia su ser. Por lo tanto, “lo que necesitamos son no sólo más edificios escolares y más campos de juego, sino también la restauración del hogar, la resurrección de los padres como personas dignas de respeto, como un ejemplo de devoción y de responsabilidad” (Heschel, 1987, p. 156); si no se muestra en casa lo que debe ser respetado, no hay motivos para pensar que eso se hará fuera de ella.

La juventud y el respeto

En las instituciones formales, en los medios de comunicación e incluso en la dinámica de algunas relaciones de supuesta amistad no se aprecia siempre el valor del respeto; de manera contraria, el menosprecio a otros, la pereza y la vulgaridad son mostrados a diestra y siniestra sin ningún reparo, haciendo del descaro una especie de valor contemporáneo. En ese contexto, “si resulta tan fácil a los burladores y a los cínicos enseñar exitosamente en una actitud despectiva el arte de ser arrogantes, ¿por qué habríamos de fracasar totalmente al enseñar cómo respetar?” (Heschel, 1987, p. 176). En ambientes donde lo usual es la falta de respeto en el trato y en las maneras de hablarse entre unos y otros, un verdadero desafío para el educador y para el estudiante consiste en mostrar la opción contraria.

En contextos saturados de información y de opciones para distraerse o desenfocarse, Heschel (1987, p. 184) mantiene que “lo que la juventud necesita no son tranquilizantes religiosos, ni la religión como diversión, ni entretenimientos religiosos, sino audacia espiritual, coraje intelectual, poder de desafío”; en ese sentido, retar a los jóvenes de manera respetuosa es un camino elocuente para educar de verdad. Basta de hacer las cosas fáciles, de regalar calificaciones, de obsequiar certificados, de permitir pereza y superficialidad. Varias instituciones educativas han dejado de serlo para convertirse en fábricas de ilusos y holgazanes, en expendedoras de títulos que de manera irresponsable dicen capacitar profesionalmente a sus clientes. Ha quedado lejana la idea de educar para desafiar o para forjar, incluso al costo del fuego ardiente, un carácter sin precio y un criterio sin pusilanimidad. En ese sentido, “en cambio del elevado nivel de vida del que disfrutan los jóvenes, debemos pedirles un elevado nivel de acción, un elevado nivel de pensamientos” (Heschel, 1987, p. 160); sobre todo considerando que lo que sean capaces de pensar determinará lo que sean capaces de hacer.

En contra de la robotización laboral y de la visión educativa que pretende que los jóvenes egresen como productos en serie, Heschel (1974, p. 39) les advierte: “No son máquinas, son jóvenes. Empiecen a trabajar en esta gran obra maestra que es su existencia”. Por otro lado, tampoco se trata de que lo que una persona ofrezca esté siempre limitado a lo que otros deseen recibir; cada uno puede aportar mucho más de lo que la sociedad solicita. Por eso, Heschel (1987, p. 212) reconoce que “el hombre tiene más para dar de lo que otros hombres son capaces y están dispuestos a aceptar. Decir que la vida podría consistir en el cuidado de los demás, en un servicio incesante al mundo, sería una vulgar jactancia”; también es necesario recibir y prepararse, estudiar por el gusto de hacerlo y para responder las propias preguntas existenciales, no sólo para servir, como si toda la vida fuese un constante mirar hacia afuera.

Cuando se logra cierto equilibrio entre lo que se ofrece para otros y lo que se ofrenda para uno mismo, se comienza a vivir la vida como un arte. En ese tenor, Heschel (1987, p. 363) recomienda a los jóvenes (y adultos) “recordar la importancia de la autodisciplina (…) estudiar las grandes fuentes de la sabiduría, (…) considerar la vida como una celebración”. Si bien no se dedicó por entero a ellos, Heschel tenía un gusto particular por dirigirse a los jóvenes, quizá por considerarlos el futuro de la nación. El mensaje final que Heschel dirigió a la juventud, diez días antes de su muerte en una entrevista realizada por Carl Stern, fue el siguiente:

Estén seguros que cada hecho, por pequeño que sea, cuenta, que todas las palabras son poderosas y que cada uno de nosotros puede participar para redimir al mundo a pesar de todo lo absurdo y de todas las frustraciones y desilusiones. Y por sobre todo, recuerden que el significado de la vida es construir la vida como si fuera una obra de arte. (Heschel, 1974, p. 39)

Es comprensible que, como todo arte, la vida requiere de disciplina y sus sentidos no se elaboran en un solo día.

Filosofía de la educación judía

Comprender la vida como un arte, idea en la que Heschel coincide con Fromm (1956) implica una particular filosofía de la educación. Para comenzar, Heschel (1987, p. 149) afirma que “es incorrecto definir la educación como preparación para la vida. El estudio es vida, una experiencia suprema del vivir, una culminación de la existencia”, de modo que no es operante una idea de la educación que postergue el uso de las facultades personales o que no representa una oportunidad para manifestarlas. A la vez, el estudioso de los profetas comenta que “el pecado capital de nuestra filosofía educativa es que hemos pedido demasiado poco. Sus pautas modestas no hacen honor a las posibilidades del hombre” (1987, p. 152). En esa perspectiva, contentarse con lo poco que los estudiantes ofrecen ante la pusilánime solicitud de los profesores constituye una falta de respeto a sus posibilidades.

Además, la crítica de Heschel a la educación también señala que su orientación a la solución de problemas no siempre incluye la promoción del sentido crítico necesario para su previsión. Hacer cosas de acuerdo con una regla o instructivo le parece inferior a la capacidad de crear nuevas maneras de hacer que las cosas funcionen. En su punto de vista, “la filosofía prevaleciente en la educación se apoya en la suposición de que el hombre y su destino deben ser concebidos en función de intereses y necesidades, (…) si continuamos manteniendo tal punto de vista, la educación estará condenada al fracaso” (1987, p. 192). Más que centrarnos en lo que al hombre puede darle distracción o placer pasajero, tendríamos que volver a las preguntas de fondo, a las que orientan para generar un motivo para vivir. Ese no es un camino fácil, de modo que la elección se condiciona por la valentía o la capacidad.

Si bien la exigencia a los estudiantes debe ser mayor, ésta no tendría que consistir en aumentar el tiempo que están en el aula, ni alargar la lista de memorizaciones que deben realizar; por el contrario, la meta es que agudicen sus propios criterios, que rompan los esquemas en los que se los quiere encasillar. Lejano a eso, “la tragedia de nuestra educación, hoy en día, es que damos soluciones fáciles: sé complaciente, ten paz mental, todo está en orden. ¡No! La lucha es la salida; enfrentarnos con el desafío es la salida” (Heschel, 1987, p. 352). No se trata de cansar a las personas o hacer que estén constantemente sometidas a la presión de una serie de actividades sin sentido, de lo que se trata es de que sepan por qué hacen lo que hacen y que estén tan adentrados en el conocimiento de sí, que elijan lo que les corresponde realizar. Es desesperante, por ejemplo, encontrar egresados de bachillerato que no tienen una idea mínima de la formación profesional que desean para su vida. No sólo no han sido orientados, sino que toda su trayectoria formativa institucional, de al menos doce años hasta ese punto, los ha alejado de sí mismos.

Con esto debe ser claro que no se trata de obligar al estudiante a captar la mayor cantidad de información posible, sino de que sepa qué hacer con ella o de que permita que el pensamiento crítico fluya a partir de su conocimiento. Según lo señala el rabino de Varsovia, “el verdadero criterio para evaluar a un estudiante es comprobar su capacidad para plantear las preguntas correctas” (1987, p. 154). En este caso, una cuestión óptima tendría que ser, a cada momento, preguntarse por lo que quieren para su vida y, más aún, por lo que están comprometidos a ofrecer por el derecho de su existencia.

En uno de sus artículos, Heschel establece los que él concibe como cualidades de la educación del pueblo judío. En otro de sus textos hace notar el vínculo entre estudio y piedad:

Estudio y sensibilidad son los dos objetivos principales de la educación judía. (…) Aquel que no tiene estudio es incapaz de piedad. (…) Hay antecedentes del compromiso religioso: un sentimiento de deuda y de perplejidad, la comprensión de la falacia de la utilidad absoluta, la comprensión de la naturaleza demoníaca del falso sentimiento de soberanía del hombre, una actitud abierta hacia la historia y los problemas de la sociedad, la preocupación por el sentido último de la existencia, la importancia vital de la introspección, el conocimiento de la responsabilidad última del hombre frente a Dios. (1987, p. 202)

El estudio puede conducir a la piedad, pero se requiere respeto por el conocimiento para exigirse un aprendizaje disciplinado. El sentimiento de deuda es derivado de la vivencia de asombro ante lo transpersonal, para lo cual resulta fundamental el respeto a la presencia inmanente de algo superior al hombre. El ofrecimiento del talento a los demás tiene como pesebre la introspección de la que deriva el conocimiento de lo que personalmente puede ser ofrecido. Lo anterior no será posible sin un respeto hacia uno mismo. En todos los casos es fundamental la actitud respetuosa, sin ella es difícil promover la educación de verdad.

Una manera de manifestar el valor de una vida artística es el testimonio, de modo que “lo que necesitamos más que nada no son libros de texto, sino hombres de texto” (Heschel, 1987, p. 177). Un adulto no manifiesta respeto hacia el conocimiento cuando, a pesar de saber leer, no lee; tampoco muestra respeto hacia la opción transpersonal cuando actúa como si él fuese el arquitecto de su propio destino; no evidencia respeto consigo mismo cuando gasta su tiempo en distracciones, en vez de centrarse en el desarrollo de sus capacidades o en nuevos aprendizajes. Con estas ideas bien cabría conjuntar lo que en su momento esbozó Heschel (1987, p. 150): “¿Sería yo demasiado audaz si sugiriera la idea de la educación obligatoria para adultos en los ratos de ocio, en aras de la seguridad espiritual?” Un adulto que no se actualiza y, más aún, que no se interesa en seguir estudiando y aprendiendo por su cuenta no puede concederse la idea de ser un testimonio.

A la vez que el testimonio es útil, su valor no puede ser entendido como una consecuencia de la minimización del valor de la palabra. Se ha sostenido que el ejemplo vale más que la palabra, pero en todo caso es mejor que el ejemplo personal se acompañe de palabras precisas. Es necesario un retorno al aprecio por las expresiones concisas, la claridad de las letras y la exactitud de ciertos mensajes. Contrario a la verbalización desordenada, el buen uso de las palabras es también una obra de arte que debe ser cuidada y cualificada. Evidentemente, a lo que se invita aquí no es solamente a hablar en forma correcta, sino a tener algo que decir. Y para poder clarificar el mensaje es necesario el silencio.

Coincidiendo con esto, Meyer (1987, p. 17) alude a que Heschel “tenía conciencia del significado del silencio y era hipersensible al significado de las palabras”. Para él, las palabras no eran un fin, pero sí eran un medio privilegiado que debía utilizarse en forma estilística y estética. Por un lado, sabía que “el significado literal no es más que un mínimo de significado” (Heschel, 1984, p. 232), pero que éste invita a descubrir la noción que está más allá de sí. Además, tuvo conciencia de que “de [todas] las cosas de la tierra, sólo las palabras no mueren nunca” (1984, p. 313), de modo que hacer prevalecer las ideas por medio de su escritura constituye también una modalidad de testimonio. Es larga la lista de hombres y mujeres de quienes quisiéramos algunas palabras escritas, al menos para saber lo que realmente pensaron antes de morir.

El valor e influencia de la palabra

Todo educador necesita apreciar el valor de la palabra oportuna que es dicha en el momento preciso. Pueden representar un bálsamo en momentos de crisis, una bocanada de oxígeno en instantes en los que estamos suspendidos en el miedo y el descontento. Las palabras son herramientas, no tendrían por qué suprimirse en aras de ofrecer un testimonio mudo. Incluso, un padre o madre pueden ser excelentes en su ámbito profesional, pero su testimonio laboral no sustituye el lazo emocional de una palabra vigorosa.

Cuando la opción es el uso de la palabra hablada o escrita, resultan fundamentales los recursos literarios. Tal como lo dice Kaplan (1987, p. 27), “Heschel reemplazó el discurso racional con imaginación altamente condensada y con amplia metáfora”. A pesar de ello, resulta significativo que, en sus inicios, el escritor idish Moyshe Kulbak, quien fue su mentor, le aseguró que nunca sería un extraordinario poeta; en compensación, afirmó que llegaría a ser “un excelente filósofo” (Levenson, 1999, p. 24). En buena medida, Heschel elaboró una filosofía poética con la que sólo puede conectar quien está dispuesto a ir más allá de las palabras y abrirse a la recepción de un mensaje translingüístico. En ese sentido, Pérez (2007, p. 44) aprecia a Heschel cuando expresa de él que “valora la tradición rabínica y busca un sano equilibrio entre la letra y el espíritu (halajá y agadá)”.

Resulta evidente que no basta con hablar correctamente o escribir largos tomos de precisa elucubración cuasi profética, también es elemental la congruencia entre el decir y el hacer, sobre todo cuando la palabra es utilizada en la oración. Heschel (1987, p. 55) advierte que “una palabra desligada de la persona, es absurda; una persona desligada de la palabra, es analfabeta. La verdadera esencia de la oración es la unión de ambas”.

Un testimonio pendiente que corresponde a los padres y educadores es saber orar. Con esto no se alude a un conjunto de frases que deban repetirse, rezos que se convierten en peticiones a una deidad compensadora o reiteración de frases alegres y optimistas que niegan el vacío y el caos imperante. Contrario a lo que usualmente se cree, orar no es conversar, mucho menos si se pregona en forma arrogante que la escucha de Dios es un don derivado de la propia perfección. Para Heschel (1987, p. 93), “es incorrecto describir la oración haciendo una analogía con la conversación humana; no nos comunicamos con Dios; tan sólo nos hacemos comunicativos con Él”. Orar es, entonces, manifestar apertura a lo transpersonal y mantener el sentido de la maravilla, aun a pesar de la tribulación, el cansancio o el desánimo. La idea hescheliana de que alguien escucha incluso cuando nada se dice o cuando es poco lo que se logra expresar, resulta fundamental en el ejercicio de la fe.

Lo mismo puede decirse en el ámbito de la relación con los hijos, considerando nuestra reiterada incapacidad para manifestar lo más preciso para ellos. Desde nuestros constructos pensamos que somos elocuentes cuando les recomendamos el camino que deben seguir, pero no nos percatamos de lo que desean en verdad. Si somos realmente respetuosos de la realidad que el otro vive, sabremos aceptar que en ocasiones no contamos con la expresión atinada; pero aun en esos casos, una manera de manifestar interés es aportar nuestra presencia dispuesta, nuestro recogimiento ante su situación, nuestra conexión translingüística. En tal óptica, Gross (1987) considera que el legado de Heschel es educar para la reverencia; pero no hay forma de mostrar ese camino si no lo recorremos antes o si cerramos nuestro interés ante lo inefable.

Varias experiencias no pueden ser sometidas a la estructura de las palabras, a pesar de que estas mismas sirven en ocasiones para propiciar una vivencia más allá de ellas. Las palabras pueden acompañar en el camino a lo asombroso, pero una vez ahí ya no están. La “música, poesía, religión, todas ellas nacen en el encuentro del alma con un aspecto de la realidad para el cual la razón no tiene conceptos ni el lenguaje nombres” (Heschel, 1982, p. 36). Si bien se ha referido antes el sentido de comunicarse con elocuencia, “toda persona sensible sabe que lo intrínseco, lo esencial, jamás se expresa” (1982, p. 4). Es por ello que incluso el silencio es una forma de oración cuando en él se contiene la intención; también es una manera de acompañar, cuando el que es acompañado percibe que el silencio no es incomunicación.

En uno de sus textos, Kaplan (1973) reconoce la vinculación entre la palabra y la realidad en la filosofía de la religión de Heschel, asumiendo que existen nociones inexpresables. Heschel (1982, p. 98) solía reiterar que “Dios comienza donde acaban las palabras”. Incluso, una de las ideas centrales para contrastar la idolatría común y confrontar las representaciones de lo divino consiste, según Heschel (1982, p. 98), en observar que “si a fin de ser conocido lo inefable debe ser expresado, ¿no se desprende de ello que lo conocemos tal como no es?”; nuestro hablar de Dios está provisto de distorsión.

Asimismo, los consejos sobre cómo vivir mejor en el futuro, repartidos en demasía por los profesores y padres de familia hacia sus estudiantes e hijos, no están sustentados en el conocimiento de esa instancia temporal venidera, no podemos predecir el futuro que enfrentarán, no estamos ahí ni podemos prever lo que vivirán cuando no estemos con ellos. Del mismo modo en que “llega mejor a Dios lo que no sabemos expresar que el sentimiento que expresamos” (Heschel, 1987, p. 60), enviamos un mensaje mayor con lo no dicho que con lo que sí podemos expresar. Si nuestra intención y disposición personal se encuentra justo en el momento en que el otro capta nuestro mensaje, nuestro silencio hablará elocuentemente cuando las palabras no sean precisas.

Lo anterior podría explicar hasta cierto punto el silencio de Dios. Obviamente podrá objetarse que, al menos desde la creencia de Heschel y desde la de millones de personas en el mundo, la palabra de Dios está en la Biblia; pero aun cuando eso pudiera ser así, “ninguna palabra es la palabra final de Dios” (1973a, p. 68). Pudo existir inspiración divina en quienes tomaron la pluma, quizá los profetas y los escritores de los libros bíblicos estaban persuadidos de que el mensaje no emanaba de sí mismos, pero existe distorsión en lo escrito si se contempla que el mensaje tuvo que ser filtrado a través de un lenguaje convencional que el autor humano utilizó para transmitirlo de un modo comprensible. Puesto así, “Dios nunca se revela. Él está por encima y más allá de toda revelación. Sólo revela una palabra. Nunca descubre su esencia; únicamente comunica Su pathos, Su voluntad” (1973b, p. 242). Un modo de educar es también mostrando nuestro pathos a quien con ello es capaz de aprender el mensaje. Y cuando no sea así, no estamos listos para enseñar ni será el otro capaz de aprender.

Heschel (1973b, p. 330) reconoce que “los profetas experimentan lο que [Dios] pronuncia, no lο que [Dios] es”. Lo que decimos no es lo que somos, pero lo que somos se manifiesta de manera parcial en lo que decimos. Si el uso de la palabra transmite un mensaje digno de ser aprovechado hemos dado un paso adelante, pero si el mensaje se acompaña de un testimonio personal será aún más sólida la recepción del mismo; a su vez, cuando exista un mensaje que no logre ser clarificado por las palabras, o incluso cuando el mensaje mismo es el silencio, nos encontramos ante una noción translingüística. Si en ese ámbito la palabra implica distorsión, aun así, conviene decirla para que sea escuchada por quien sólo es capaz de escuchar las palabras.

En ese sentido, si escuchamos la palabra de Dios, pretendiendo que esta está en un libro, aún nos falta trascender la audición y percibir que su palabra más audaz se encuentra inmersa en el silencio, justo en el vacío de toda intelección. Sólo logramos acceder a la dimensión transpersonal siendo más que humanos y adentrándonos en el tiempo sin tiempo; de una experiencia tal, volvemos siendo realmente humanos por primera vez. No se trata de leer la palabra de Dios, sino de escucharla en el silencio inaudible. Que nuestra vida sea un libro que se abre a través de sus hechos y que los lectores reciban con ello un aliciente para escribir en el aire del tiempo infinito que rodea su espacio temporal.

Conclusiones

Educar concierne principalmente al padre y la madre. Esa fue una de las experiencias que más marcó a Heschel en su vida, sobre todo cuando percibió la influencia que tenía en su hija, quien se convirtió en escritora siguiendo el camino de su padre. El rabino descubrió que educar en el respeto resulta fundamental para que los individuos sean capaces de aceptar el desafío de entender la vida como obra de arte. Basta con ejecutar algunos razonamientos filosóficos para notar que la educación actual se encuentra lejos de apreciar la modalidad artística de la vida y está lejos de ofrecer herramientas para que las personas superen las estructuras con las que se desea condicionar su existencia. Judíos o no, todos necesitamos dar y recibir testimonios que nos muestren que la disciplina y la constancia manifiestan nuestra virtud.

Los recursos literarios son útiles para comunicar lo comunicable, pero resulta óptimo mostrar congruencia entre el decir y el hacer; asimismo, cabe atestiguar que orar no es conversar y que la dimensión de lo translingüístico fluye en el silencio, el cual es también dador de mensajes cuando nuestra intención es manifestar nuestra presencia o captar la presencia absoluta que habita en el vacío. Educar es un ejercicio laboral, pero por encima de ello es una creación artística y, si acaso cabe, una manifestación que colinda con la mística. La devaluación contemporánea de este noble proceder es una oportunidad para manifestar nuestro respeto hacia su significado y sus alcances.

Referencias bibliográficas

Fromm, E. (1956). El arte de amar. Paidós.

Gross, V. (1987). Educating for Reverence: The Legacy of Abraham Joshua Heschel [Tesis doctoral, Universidad de California].

Heschel, A. (1952). La Tierra es del Señor. Candelabro.

Heschel, A. (1973a). Los profetas. Vol. 2. Concepciones históricas y teológicas. Paidós.

Heschel, A. (1973b). Los profetas. Vol. Simpatía y fenomenología. Paidós.

Heschel, A. (1984). Dios en busca del hombre. Seminario Rabínico Latinoamericano.

Heschel, A. (1974). Conversación con Heschel. Maj’shavot. Pensamientos, 13(1), 33-39.

Heschel, A. (1960). The Values of Jewish Education. Proceedings of the Rabbinical Assembly, 23, 19-42.

Heschel, A. (1982). El hombre no está solo. Seminario Rabínico Latinoamericano.

Heschel, A. (1987). Democracia y otros ensayos. Seminario Rabínico Latinoamericano.

Kaplan, E. (1973). Language and Reality in Abraham Joshua Heschel´s Philosophy of Religion. Journal of the American Academy of Religion, 41(1), 94-113.

Kaplan, E. (1987). Misticismo y desesperanza en el pensamiento religioso de A. J. Heschel. Maj’shavot.Pensamientos, 26(12), 22- 36.

Levenson, J. (1999). The Contradictions of A. J. Heschel. Maj’shavot. Pensamientos, 37(1), 23-29.

McBride, A. (1973). Heschel: Religious Educator. New Dimension Books.

Meyer, M. (1987). In memoriam. En A. Heschel, Democracia y otros ensayos (11-17). Seminario Rabínico Latinoamericano.

Pérez, V. (2007). La religión judía desde Buber y Heschel ante la posmodernidad. Historia y Grafía, 28, 41-68.